La razón golpista

Por Horacio González *

En la década del ’30, Curzio Malaparte escribió un libro ingenioso pero abusivo: Técnica del golpe de Estado. Estudiaba de un modo atrevido la captura de los dispositivos de gobierno por parte de un pequeño núcleo de especialistas. El golpe de Estado era en esencia un hecho de naturaleza técnica. Malaparte (evidentemente, un seudónimo mordaz) tomaba a León Trotsky como uno de sus variados modelos. Pero en su largo periplo hacia el exilio mexicano, el sutil revolucionario ruso lee ese libro y rechaza sus premisas. La revolución, conjetura con razón, no es cuestión de un pequeño puñado de técnicos, sino de clases sociales y relaciones de clase.

En la misma época, casi en el mismo año, un joven militar argentino ávido de eventos conmocionantes, el mayor Perón, escribe su opúsculo titulado “Lo que yo vi de la preparación y la ejecución de la revolución de 1930”. Era una atractiva crónica. Su tema dominante consistía en reflexiones sobre la organización del suceso golpista. Abundan en el escrito las quejas por la falta de método en las deliberaciones de los conjurados y sólo al pasar hay referencias a la “cuestión propagandística”, precisamente algunos artículos de Lugones en La nueva república. Sin embargo, el clima de este interesante escrito es “metodológico”, pasando por alto todo lo relativo al estado de desazón colectiva que se transitaba en esos días postreros del gobierno de Yrigoyen. En este punto, es de recordarse la vasta campaña de desprestigio de Yrigoyen que venía siendo practicada por el diario Crítica.

Quien se sienta revolucionario dudosamente acepte el mote de golpista. En el escrito de Perón se hace precisamente esta distinción. Las notas ideológicas que prestigiaban a la revolución, por encima de los tecnicismos de los “especialistas del golpe”, hacían poco recomendable al golpista, tanto como aceptable al revolucionario. En su formidable Historia de la Revolución Rusa, Trotsky describe esos acontecimientos como surgidos de una conciencia trascendente, un tanto demiúrgica pero laica, propia de un inconsciente colectivo, idea de época que sin duda él toma del psicoanálisis y del surrealismo, que tanto le interesaran para sus propias reflexiones críticas. Se entiende que Trotsky impugnara la tesis “tecnicista” de Malaparte, quien tampoco abandona el análisis de las cuestiones atinentes al sentimiento general de “caos y desgobierno”, algo que también se propone generar el procedimiento golpista.

Si pudiéramos trazar una genealogía de las relaciones entre el golpista y el revolucionario, el primero ha triunfado plenamente sobre la melancólica figura del segundo. Es el patético resultado de la supervivencia de las instituciones políticas clásicas que subsisten trabajosamente en la era de las imágenes e iconos fabricados con tecnologías comunicacionales masivas. Los golpismos son seductores; la revolución es una nostalgia. Los medios de comunicación que operan con escenas primordiales de miedo y esperanza crean disciplinas de masivas, el “theatrum mundi” de la palabra popular desnuda, hablando de espasmos o catástrofes. La televisión convirtió en una factoría de fábulas universales a las grandes perturbaciones, como desastres a gran escala, salvatajes inesperados, dramas con premios y castigos, ascensos y caídas sumergidos en lenguajes evangélicos, confesiones de pornógrafos redimidos, pastorales moralistas fascinadas por lo obsceno al que sin embargo parecen condenar y fachadas sicalípticas usadas para lanzar moralinas asfixiantes. En estos lenguajes se nutre ahora la razón golpista.

Marx ya había señalado a Napoleón III como alguien que precisaba “un golpe todos los días”. Esta era la situación a mediados del siglo XIX. Pero un siglo después, a mediados del XX, todavía los estudiosos de los grandes procesos de movilización revolucionaria, como Carl Schmitt, consideraban que la lectura –como acto de fusión conceptual en la conciencia política– era lo más importante de la época. “La lectura que hace Lenin de Clausewitz es el acontecimiento fundamental del siglo”, llegó a escribir. Pero eso fue antes de que la cultura ideológica, las culturas políticas del libro, fueran extinguiéndose lentamente.

Este es un problema para los gobiernos provenientes de la tradición popular-nacional clásica, como el actual en la Argentina, que piensan en forma relativamente autónoma la representación popular, disputándosela parcialmente a las corporaciones. Algunas de ellas son propietarias de los medios de producción comunicacionales. En buena medida esta situación, entonces no enteramente percibida, comenzó a agudizarse en tiempos de Alfonsín. Y estos gobiernos, al practicar aunque sea tímidos reformismos, descubren como reacción el resurgir de la razón golpista, que ahora opera con utensilios simbólicos nuevos muy diferentes de los del tiempo de Trotsky, Malaparte y Perón. Y estos gobiernos, al descubrirla, arrojan su advertencia sobre los operadores del golpe, los conspiradores, acaso sin percibir que los neogolpismos son estructuras permanentes más allá de que existan personas o grupos que ejerzan acciones conspirativas o piensen en los términos de esa antiquísima manera de ser de lo político. El golpismo está estructurado como un lenguaje interno de la época, como una semiología que antes que voltear instituciones, las deja como un pellejo vacío.

Los gobiernos realmente populares son frágiles en relación con las reformas que encaran (tal el de Chávez, el de Evo, el de Cristina, el de Correa) que, sin embargo, no satisfacen a los partidos provenientes de las antiguas herencias de izquierda, e incluso a variadas configuraciones de la izquierdas nacionales del período anterior, que ahora han asumido partes de la discursividad republicana, menos en su esencia histórica que al gusto de la mediocracia hegemónica. Observemos que aunque los gobiernos mencionados se rodean también de medios de comunicación favorables, en muchos casos no desdeñables, penden siempre de un hilo. Sus variadas deficiencias originarias y constitutivas, explicadas por el plasma que les da sostén, en figuras y hábitos surgidos de antiguas utopías nacional-democráticas ya carcomidas, se prestan a las críticas moldeadas en el venerable figurín antiburgués y antiimperialista, mientras que no implica buena defensa de ellos el decir que “hay que tragar un sapo todos los días”. Esto es, nunca cumplirán con los requisitos premoldeados de las izquierdas arquetípicas, pero al mismo tiempo se hace incómodo verlos defendidos por pragmatistas asimismo anacrónicos, sobrevivientes de viejas épocas.

Estos gobiernos están acechados por viejas y nuevas derechas y también son condenados dura y simultáneamente por un ramillete significativo de izquierdas de todo cuño. Estas son encrucijadas que generan un punto de entrecruzamiento de todas esas fuerzas, lo que no es nuevo en la historia, pero ahora adquiere una significación trágica al poner en antesalas neogolpistas de derrumbe y desgaste a gobiernos democrático-sociales. Son acusados de no mantener el mismo “monopolio legítimo de la violencia” que las corporaciones llaman a horadar a diario. Se trata de una circularidad en la que las derechas se autoconvocan para custodiar la democracia justamente cuando ésta adquiere la nota suprema de autocontener a sus fuerzas represivas. La teoría política no ha llegado aún a identificar los nuevos síndromes de las corporaciones, es decir, su capacidad de actuar en situaciones paradojales: discurso de orden y deseo de desorden a un tiempo, como nueva productividad de sentidos múltiples. Para ello pueden incluso invocar las causas más justas, las que aún no han sido atendidas por errores y desidias de los frágiles gobiernos populares.

Sólo un pensamiento tan crucial como el de Rosa Luxemburgo logró percibir que podían pensarse en un mismo gesto político la acumulación capitalista y las tesis del colapso del régimen social real. Pero éstas tendrían dramática vigencia muchas décadas después, y no precisamente al servicio de las prometidas revoluciones sociales, sino de la operatividad de pulsiones múltiples de las corporaciones, que mantienen la reproducción existencial del sistema pensando y actuando bajo las condiciones del colapso y sus consecuencias conservadoras. Se habla de conspiraciones. Otros las niegan. Pero lo que existe son estructuras ocasionales y permanentes de desgaste, que anudan en decisivos lugares compartidos, a intereses y discursos contrapuestos. En estos términos, nadie conspira (salvo las conciencias menudas) pero la época entera tiene una significación conspiracional, pues sin que necesariamente se perfilen causalidades secretas, la producción de hechos surge de fuentes de atracción generadas por partes centrales de la lengua mediática que no han sido afectadas sustancialmente por las críticas que por primera vez han tomado carnadura política.

Estas fuentes de atracción son porciones infinitas de imágenes, portadoras de comportamientos vaciadas de su sentido originario, que utilizan el sentido de la promesa con signo reaccionario y con oscuras premoniciones que interpretan acabadamente la cámara oscura, indecible para los términos habituales de la política, con que los ambientes corporativos comunicacionales piensan la época. Lo hacen en nombre del Orden, cuyo fundamento es la producción y el control del desorden. No del conflicto, que es la objetividad de las verdaderas democracias. Sólo estudiando acabadamente la compleja evolución de la doctora Carrió podrá establecerse en qué se convierte el viejo arte político cuando ya actúa enteramente confiscado por la razón golpista. Esta se convertiría en destino inevitable del lenguaje político.

Activos dirigentes de las izquierdas argentinas hablan ahora como si no conocieran esta historia (la historia de este problema desde el punto de vista de las propias izquierdas mundiales), omitiendo la reflexión necesaria sobre las nuevas condiciones del ejercicio de la política en sociedades sometidas a complejos discursos de dominación material y simbólica, diciendo que no les pertenecen los decisivos efectos que causan sus acciones. Acciones con sentido intrínsecamente justo pueden tener consecuencias carentes de sentido justiciero. Asimismo, los gobiernos populares que no amplíen el abanico de sus reflexiones sobre la consistencia general del sentido de justicia social se privan de explorar su anunciada capacidad transformadora. La historia marcha por su lado áspero, deficiente. Vieja consigna que consigue ser aleccionadora cuando la vida política escapa en su conjunto de la razón golpista, convertida ahora en un pensamiento diseminado en amplios públicos sociales, tanto como en épocas anteriores parecía haberse extendido la razón democrática. A ésta, los gobiernos populares deben llamar a defenderla como los peces deben defender el agua.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

 

El huevo de la serpiente

 

VEINTITRES
Por Ricardo Forster

 

 

En un libro medular, René Girard –antropólogo francés– se ocupa de analizar una figura siempre presente y, al mismo tiempo, invisible de nuestra sociedad: el chivo expiatorio, aquel o aquellos sobre los que recae la violencia de quienes buscan en otro la responsabilidad de sus propias frustraciones, de sus miedos o de esa misma violencia que los amenaza desde su interior. Una figura arcaica que proviene de la noche de los tiempos de la cultura y que nunca ha dejado de funcionar, que siempre ha estado activa y actuando sobre la vida humana como recordándonos, quizá, que lo no dicho, lo ominoso de nosotros mismos, sigue desplegándose entre los intersticios de prácticas, lenguajes y experiencias capaces de ir mutando lo superficial manteniendo lo atávico y esencial. Claro que cada época histórica le otorga, a esa lógica de la violencia y a esa figura expurgatoria sobre la que se la ejerce a mansalva, sus propias dimensiones y su peculiar configuración del chivo expiatorio. Judíos, gitanos, armenios, bosnios, tutsis, negros, homosexuales, bolivianos son, apenas, los nombres de aquellos que han recibido la descarga del odio racial y de la violencia diseñada por el poder. En el siglo veinte, y en este que acaba de inaugurarse, el racismo se entrelaza con los discursos de la política de las derechas reaccionarias y se inscribe en un horizonte apuntalado por los lenguajes de la comunicación. En estos días argentinos pudimos, no sin horror y preocupación, ver de qué modo, y una vez más, se hacía añicos el imaginario de la autoindulgencia nacional, ese que nos presenta siempre como un país hospitalario y tolerante, afincado en la idea del “crisol de razas” y deudor del preámbulo de la Constitución, cuando no dejó, a lo largo de la historia, de construir sus nichos de violencia racial y de clase. Pero puso también en evidencia quiénes, hoy y entre nosotros, fogonean los lenguajes de la xenofobia. Macri, reuniéndose con los “vecinos” de Lugano en la sede de la Policía Metropolitana –su engendro inservible–, expresó sin medias tintas su visión reaccionaria, represiva y racista de la vida social y política.

“Decimos frecuentemente –escribe Girard en La violencia y lo sagrado– que la violencia es ‘irracional’. Sin embargo, no carece de razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene ganas de desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, jamás merecen ser tomadas en serio. La misma violencia las olvidará por poco que el objeto inicialmente apuntado permanezca fuera de su alcance y siga provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio.” Es en esta perspectiva que no es posible hacerse los desentendidos ante la violencia racista que se derramó cuando comenzaron a ocuparse las tierras yermas del mal llamado Parque Indoamericano y que sigue infectando a muchos “vecinos” de Villa Soldati y de Lugano. Una alquimia de viejos prejuicios, de resentimiento de clase, de fogoneo mediático asociado a una ideología reaccionaria y de carencias reales e indisimulables. Una violencia subestimada e, incluso, negada como evidencia de algo oscuro y persistente que habita a una sociedad negadora de sus fallas más decisivas.

La evidencia de una sociedad profundamente dañada por décadas de impunidad y de fragmentación neoliberal que recuperó lo peor de sí misma a la hora de proyectar sobre los cuerpos de los más débiles –de los extranjeros pobres a los que les debemos hospitalidad– todos sus prejuicios y su violencia. En el corazón de la zona sur, allí donde se puso en claro la ausencia de toda política de reparación social de parte del gobierno macrista, lo que también emergió con una alta dosis de peligrosidad fue el resentimiento de cierta clase media baja dirigido no hacia los responsables del deterioro de sus condiciones de vida sino hacia los que están más abajo. Una luz roja de alarma y de alerta se encendió. No podemos desconocerla. El huevo de la serpiente anida en nuestras negaciones.

Días atrás pudimos leer una nueva carta del espacio político-intelectual Carta Abierta; ahí, y sin apresuramientos propios de textos inmediatistas, se intentó dar cuenta de lo extraordinario de un tiempo argentino atravesado por las irradiaciones de la muerte de Néstor Kirchner y enfrentado, una vez más, a los claroscuros de una historia tremenda, exigente y, muchas veces, inclemente. Entre la despedida popular, oceánica y conmovedora, y la aparición del asesinato entremezclado de patotas de la Unión Ferroviaria, barras bravas manejadas por punteros del macri-duhaldismo, policías cómplices de lo peor y racismos emergentes de zonas cloacales de la vida social, algo de lo no resuelto volvió a emerger; como si lo excepcional de este momento histórico quisiera ser bombardeado por esas fuerzas reaccionarias que siguen agazapadas a la espera de su oportunidad.

La provocación, el miedo acicateado para dirigirlo contra los más débiles transformado en xenofobia, la retórica del prejuicio y la criminalización descargada como arma cómplice y homicida por el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, el llamado “al orden” hecho desde una universidad estadounidense, la cobertura capciosa de gran parte de los medios de comunicación, fueron algunos de los gestos con los que la restauración conservadora busca horadar lo mucho que viene haciéndose en el país para reconstruir un tejido social desgarrado por décadas de neoliberalismo.

El desafío es inmenso: seguir reparando lo dañado impidiendo que lo peor de nosotros mismos se apropie del discurso y la práctica de los argentinos. El fantasma del racismo, siempre olvidado y desplazado hacia un rincón lejano de nuestras “buenas conciencias”, está allí como un ominoso recordatorio de aquello que puede producir formas de violencia homicida que, al mismo tiempo que matan al “otro”, al chivo expiatorio, al boliviano, al negro villero o a quien sea, vuelven irrespirable la vida social. Más allá de seguir profundizando la distribución de la renta o de continuar avanzando en lo económico y lo político, se vuelve indispensable ahondar en una batalla cultural por el sentido que impida que la brutal lógica del racismo haga callo en una parte importante de la sociedad. Lo que aconteció en el Parque Indoamericano y lo que sigue sucediendo en Lugano constituyen retrocesos graves que, en última instancia, nos amenazan a todos.

“Desbordantes y conmovedoras –así comenzaba el texto de Carta Abierta–, las jornadas de finales de octubre fueron de profunda congoja y de reafirmación militante, de reflexión y de energía galvanizada alrededor de un proyecto de transformación y emancipación de la patria. Días que quedarán registrados en la memoria popular como uno de esos momentos únicos en los que algo se sella. En la despedida y en el homenaje, en el fervor y el compromiso de miles y miles, se grabaron la palabra y el gesto inaugurador de nuevos horizontes de justicia y dignidad de Néstor Kirchner. Es a partir de la comprensión de lo abierto en mayo del 2003 que, teniendo como fondo la manifestación con la que una parte sustancial del pueblo argentino convirtió el dolor por la muerte de un protagonista central de la historia reciente en apoyo a su compañera y a la continuidad del proyecto nacional que ella lidera, que no podemos dejar de decir nuestra palabra, ante los tiempos graves y cargados de posibilidades que se manifiestan en estos días, en los que la convicción de avanzar hacia un país más justo es amenazada por las fuerzas de la destitución y de la regresión conservadora.

“Por un lado, la polifónica voz de las multitudes entrando en la escena a anunciar su decisión de tomar en sus manos la vida política argentina, y por el otro los disparos. En la ruta 86 de Formosa, junto a las vías del Roca en Barracas, en las ocupaciones de predios del sur porteño, disparos, y en las calles y plazas y centros de reunión, la afirmación vital y desenfadada de un país a la medida de los sueños de quienes lo habitan y la voluntad de sostener y llevar adelante un rumbo. Contrapunto áspero y extraño, pero no imprevisible, cuyo sonido puntúa la singularidad del tramo histórico y las exigencias que esa singularidad plantea. Doloroso y esperanzado, abierto a lo inesperado y sometido a desafíos arduos de sobrellevar, el complejo y sorprendente momento histórico que estamos viviendo es efecto, ante todo, de una larga trama de necesidades populares y luchas por resolver esas necesidades, y ni la etapa iniciada en 2003 ni su persistente profundización desde entonces pueden entenderse sin asociarlas estrechamente a la lucidez con que fueron reconocidas necesidades y luchas y a la audacia con que se les buscaron soluciones”.

La decisión de Cristina Kirchner de crear el Ministerio de Seguridad y de nombrar a Nilda Garré como la responsable de llevar adelante una profunda e indispensable transformación de las instituciones policiales, constituye una señal promisoria de que, ¡por fin!, se inicia un proceso de saneamiento, siempre demorado, sin el cual la democracia seguirá discurriendo por caminos de riesgo. Una deuda que venimos arrastrando desde hace décadas y que hoy ha llegado a su punto límite. Pero junto con esta acción decisiva e indispensable que muestra, nuevamente, el coraje político de Cristina, se vuelve también más que importante seguir avanzando sobre los más débiles para reconstruir derechos y dignidad allí donde un tiempo argentino caracterizado por cifras más que fabulosas de crecimiento económico y de amplísimas tasas de rentabilidad de las grandes empresas vuelve más intolerable la perpetuación de bolsones de miseria y exclusión. Sobre lo hecho, hacer todavía más. Esa será una de las herramientas para doblegar las provocaciones de la derecha reaccionaria; la otra, no menos fundamental, será hacernos cargo de la persistencia, entre nosotros, de un racismo capilarizado que, en ocasiones como las actuales, muestra su rostro perverso y criminal.

Nuevamente se entremezclan lo económico, lo político, lo policial y lo cultural. Separar cada una de estas esferas como si fueran compartimentos estancos constituye un error de primera magnitud. De poco sirve la recuperación de los índices de la economía si se dispara contra el corazón de la convivencialidad democrática acicateando, desde las cadenas de comunicación concentrada, la xenofobia y el prejuicio; de poco aportarán las grandes leyes que se han aprobado en el Parlamento si no se transforma la policía ni se libra una batalla cultural-pedagógica indispensable y urgente contra el racismo (y esa batalla debe empezar en las escuelas y en los barrios). Estas son nuestras urgencias. La primera señal alentadora ha sido dada, lo demás, como siempre, depende de nosotros, de nuestra voluntad colectiva y de un gobierno que, desde un comienzo, ha mostrado una extraordinaria sensibilidad social. Hoy, como en otros momentos aciagos de la historia de las persecuciones, todos somos bolivianos.